miércoles, 18 de diciembre de 2013

Las dos herramientas

Cuento inventado tres


Tuve hace años un jefe que opinaba que su imagen era lo primero y lo principal. Que daba igual cómo tratar a los clientes y a los empleados si conseguía sus objetivos de reconocimiento y fama. La vida le dió una lección enorme. Y a mí también.

Lo cual me hizo pensar en un cuento de herramientas que eran propiedad de un dueño. Eran muy diferentes a la hora de entender lo que hacían y para qué.


Érase una vez dos herramientas que vivían en el taller de un carpintero.

La una era imponente: había resultado carísima, tanto en su fabricación como a la hora de comprarla. Su propietario había pagado una fortuna por ella y, en teoría, era la más perfecta de todas las herramientas a disposición de su dueño.

Esta herramienta debía servír para muchos propósitos. Era muy, muy, versátil. Estaba llena de lucecitas, indicadores y componentes de alta tecnología. Estaba pintada, además, con una delicada capa de alpaca brillante que le confería un tono de superioridad respecto a otras herramientas.

Pero su función concreta estaba poco clara.

El carpintero la adquirió a un precio, como decíamos, muy alto. Y tuvo grandes esperanzas depositadas en ella. Creyó que podría utilizarse para muchas cosas y, poder, podía. Pero a la hora de la verdad, la herramienta nunca estaba dispuesta a trabajar: siempre tenía algún desajuste, o estaba desafinada. No era, para nada, el mecanismo de precisión que todos esperaban.

Sin embargo, la herramienta se vanagloriaba de su perfección técnica y daba por descontado que había muy pocas tareas que fueran dignas de su esfuerzo.

"¡Soy perfecta!", decía. "¡Estoy preparada para cualquier labor y la puedo hacer con la máxima eficacia y economía!".

La herramienta estaba orgulosa de todo lo que, en teoría, podía hacer. Y era tan vanidosa que a la hora de la verdad resultaba muy compleja de emplear y el dueño, a la larga, dejó de utilizarla.

Encegada por su propia vanidad, la herramienta decía de si misma: "soy tan perfecta que mi amo no me hace trabajar porque no encuentra una tarea digna de mí". Y con ello se conformaba a quedarse guardada en el taller, colgada, inútil, pero, eso sí, "dentro del taller de un ilustre dueño", un carpintero que convertía pedazos inertes de madera en piezas de arte únicas e irrepetibles.

Por otro lado, existía en el taller un viejo cepillo para la madera. Desgastado, oxidado, tosco y sencillo... fabricado en otros tiempos.

Poco vistoso y rudimentario, rara vez el cepillo abría la boca. Era, en verdad, un cepillo muy humilde.

El carpintero, sin embargo, lo utilizaba siempre. Al amo le venía muy bien esa capacidad de sacrificio silente del cepillo: nunca se quejaba de lo que le hacían y siempre se podía contar con él para modelar las obras de arte únicas e irrepetibles del artista.

Los años de buen trabajo se veían reflejados en la maltratada superficie del cepillo.

"¡Tú no sabes hacer tantas tareas como yo!", le espetaba, ufana, la herramienta moderna al cepillo. Y era cierto que el cepillo tan solo cepillaba. Pero lo hacía a las mil maravillas.

Un día ambas herramientas tuvieron que competir. El carpintero las puso a prueba. Al final del día, el cepillo hizo un papel sublime, que dejó en mediocre el resultado de la herramienta más moderna.

"¿Cómo es posible, si soy mejor, más moderna y estoy más preparada que tú?", decía la herramienta derrotada.

Después de muchos años en silencio y humildad, el cepillo pronunció, por fin, unas palabras. Dijo:

"Da igual qué herramienta sea mejor de las dos. Lo importante aquí es el trabajo del carpintero, que es creativo, y modelador de las formas. Las herramientas nada hacemos. Es el dueño, quien lo hace todo. Si una herramienta está poco ajustada y falla permanentemente, el dueño tomará otra, tal vez no tan bonita, pero a fe mía que la hará trabajar igual de bien".

Y añadió: "Puedes estar tan bien fabricada, formada y preparada como quieras, que si no estás predispuesta a trabajar, no conseguirás nada. De ahí que un simple cepillo te haya vencido hoy".

A partir de ese momento, la herramienta moderna, que se había visto vanidosamente capaz de cumplir cualquier tarea, decidió centrarse en una sola tarea, no importaba cuál, y en hacerla tan bien como pudiera, ofreciéndole al artista una gran resolución y seguridad.

El dueño pudo hacer con ella una gran tarea con aquella herramienta que, finalmente, terminó sirviendo como lima, ahora sí, con gran humildad.


Moraleja: Al final del día importa lo que hacemos, y no el modo como lo explicamos.

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